Recuerdo aquel concierto en el Cargo en Caen en 2010. La velada está llegando a su fin; una alegría indecible me cubre por completo, camino a través del salón para encontrarme con el público, besando a unos y saludando a otros. Es entonces que una desconocida se acerca y me dice: “Debo agradecerte. No estoy acostumbrada a salir mucho, pero esta noche he hecho muy bien en venir. Abriste todos mis chacras.“ Sorprendida por lo que acabo de oír, estas palabras, sin que yo comprenda el significado, resuenan extrañamente en mí. Más tarde, Gilles G., clarividente y maestro espiritual, me dice desde nuestro primer encuentro: “Cantar por cantar no te interesa; lo que quieres es curar a los demás.“ Una vez más, estas palabras me parecen incomprensibles. Luego hubo otra mujer que, en nuestro primer encuentro, me dice cosas similares: “No sé nada de ti, pero lo que puedo decirte es que tú curas con la voz.“ Y en otra ocasión, en un taller vocal, una mujer del público dice en voz alta: “Siento que la voz de Erin hace bien a mis células.“ Los sutiles mensajes se suceden con extraña consistencia, como un hilo de Ariadna, abriendo gradualmente mi conciencia hacia una guía invisible.